Nos encontramos ante el momento de elegir
Los abajo firmantes, agentes sociales, educadores, creadores, ¿queremos perpetuar un sistema escolar tan a menudo destructor de inteligencias y de personas, ya sean adultos o niños? ¿Queremos seguir perpetuando prácticas pedagógicas que no cambian, contenidos de enseñanza inamovibles, una evaluación-selección heredada de épocas pasadas? No.
El pedagogo está condenado a la utopía.
Llevar la esperanza, creer en el futuro no es un asunto de virtud sino de inteligencia social y coraje. Tomar distancia, suspender la violencia, cultivar la empatía, construir espacios para pensar y actuar juntos, estar atentos a las palabras y sus usos, construir lo individual en los colectivos, debatir, son los fermentos de nuestro compromiso.
Sin una Escuela que autorice y permita construir un futuro común y digno a todos los niños y adultos de nuestros países -sin una escuela que busque transformarse de verdad-, no es humana ni políticamente posible una salida con futuro. El desafío no es fácil, pero ya está en marcha extensamente, lo certifican numerosas prácticas en Francia y en el mundo.
La humanidad es UNA. Su diversidad es su riqueza. El Todos capaces debe guiar nuestra acción educadora y ciudadana.
Los hechos
Todo se ha dicho pero nada se hace
Conminaciones paradójicas
Somos los herederos de un contrato social tácito que otorga a la Escuela la doble misión de:
– educar e instruir a todos los niños.
– organizar, al mismo tiempo, la sociedad seleccionando a esos niños.
Los abajo firmantes, actores de la Escuela, padecemos esta esquizofrenia. Nos impide llevar a cabo nuestra misión educadora. Diagnosticada por los estudios en educación, esta situación perdura por la fuerza de las costumbres escolares.
La Escuela se ha convertido en una institución que necesita, paradójicamente, del fracaso para funcionar. Calificación y descalificación se asocian como las dos caras de una misma moneda. Sin descalificación de unos no hay calificación de otros.
La Escuela ha inventado y desarrolla, con mayor frecuencia cada vez, una serie de remedios y dispositivos para los males que genera ella misma, pero siguen siendo ineficaces, empeorando el daño que esa Escuela tiene que subsanar. Porque las nuevas profesiones que viven de ese reparar necesitan del fracaso para perdurar. El círculo vicioso está listo.
Una cuestión central oculta
Entre las paredes de las escuelas «se deposita» este reto de sociedad tan capital como inconfesable: la selección precoz de los futuros excluidos de los «buenos roles sociales». Se acepta esta selección porque aparece como legítima.
Una legitimidad cuestionada
Esta legitimidad la construye social y pedagógicamente el proceso de los niños puestos en situación de fracaso, los cuales interiorizan muy pronto la convicción subjetiva de que son responsables de su propia exclusión de ciertos cursos, ramas de aprendizaje o establecimientos de prestigio. Tal vuelco de la responsabilidad se ha adueñado de numerosos padres de alumnos.
La Escuela consigue así un enrevesado objetivo: hacer que el fracaso escolar producido sea al final asumido por los alumnos y sus padres. Pero ninguno de los actores es consciente de este fenómeno. Los padres de alumnos tienen total confianza en las promesas hechas por la Escuela.
Libertad, igualdad, fraternidad, valores que la Escuela proclama y que son negados por una selección que se escuda tras argumentos que se pretenden formadores: «la necesidad de la nota», «lo adecuado de la competencia», el castigo. En realidad, lo que hacen estos argumentos es reforzar la segregación social, jerarquizando los saberes, las culturas y los seres.
Luchar
No se puede luchar contra un fracaso escolar programado, intrínseco a la Escuela. Sirven a esos fines muchas prácticas escolares que responden a lo que preconiza la institución. Únicamente un puñado de militantes consigue resistir a ese torbellino segregador. La desobediencia es, pues, inevitable.
¡Existen, sin embargo, prácticas no selectivas y clases donde no se aburre uno! ¡Donde «la escuela no duele»! Donde es un placer enseñar y aprender. Pero como su éxito traería consigo el hundimiento del sistema este último, en consecuencia, no puede ni valorizarlas y mucho menos integrarlas. Estas gozosas experiencias son por ello marginales y, por ende, no pueden propagarse.
Los experimentos de los movimientos pedagógicos, poniendo a prueba una escuela sin exclusión y teorizando sus experiencias y logros son, por lo dicho anteriormente, desvalorizados sistemáticamente y sus términos reutilizados, desviados y tergiversados. Como todas las experiencias que hacen temblar mucho al sistema. No se pone en marcha, tampoco, una formación del profesorado que sea una formación de pedagogos, unos profesionales-investigadores que estén en alerta hacia lo social y propongan «teorías prácticas» en función de las necesidades de su centro de trabajo. Todo ello priva a la Escuela de ricos modelos de comprensión de la acción educativa.
Es urgente, desde el punto de vista de la democracia, volver a pensar el contrato escolar actual, salvo si lo que se quiere es dejar que desaparezca la Escuela pública.
Desmontar el presente, inventar el porvenir
Comprender e interpretar para poder proponer
A la Escuela le cuesta deshacerse de las concepciones que han prevalecido y siguen prevaleciendo hoy en día en nuestras sociedades no igualitarias: la explotación del hombre por el hombre, el esclavismo, las migraciones no consentidas, los autoritarismos de toda índole, los conflictos, guerras y colonizaciones, el sexismo, el racismo, las justificaciones étnicas, el rechazo de la pluralidad de las Historias, el miedo al «otro».
Osar la utopía es una condición necesaria para construir y reconstruir una sociedad planetaria, libre, emancipada de la vuelta a las andadas. Y ante todo en la Escuela, donde se trata de romper con certezas, opiniones y creencias, que pesan como una losa sobre el porvenir de los jóvenes, para sustituirlas por propuestas más emancipadoras.
Nuestras utopías frente a concepciones y argumentos que perduran:
– La creencia que es imposible evitar las exclusiones, discriminaciones y violencias que reinan en el seno de las instituciones de la República.
Nuestra apuesta consiste más bien en crear las condiciones de una mezcla de culturas, de una «criollización» con el fin de hacer surgir, a través de los relatos de vida y la historia de los desplazamientos humanos, formas nuevas de producción (obras, relatos y relaciones). Volver a enlazar los hilos de la historia y construir y compartir, juntos, un porvenir.
– El niño pensado como un ser débil, malo, por corregir, por enmendar, inclinado a la pereza, incapaz de juicio y al que sólo pueden enderezar la autoridad, los castigos, y la tolerancia cero.
Es necesario cambiar esta concepción del niño, nuestra relación con la escuela, con el aprender, con la cultura; permitir a los valores humanistas el ser transmitidos al mismo tiempo que el saber;
trabajar democráticamente con los ciudadanos de cualquier cultura, sin asignación identitaria, sin territorio de relegación, sin jerarquización.
– La fraternidad confundida con la compasión que valoriza la ayuda al «desfavorecido» y le sirve de apoyo, reforzando y legitimando así las desigualdades.
Por el contrario, es en el ámbito de la solidaridad entre todos los actores implicados en el aprender en el que puede construirse la fraternidad que las lecciones formales o informales de moral dispensadas sin descanso impiden construir.
– «La igualdad de oportunidades» pretendidamente garantizada por la Escuela es una mentira social. Refuerza un sistema injusto consolidando en cada cual el sentimiento de que «merece» su suerte. Prohíbe que nos quejemos o que exijamos, ya que ¡«se ha hecho todo» por dar a todos la oportunidad de éxito! Esta mistificación se apoya en el postulado de que el éxito de los unos y el fracaso de los otros se explican por los «dones» recibidos, o por el nacimiento, o por el mérito personal.
Afirmamos que estas representaciones emanan de una concepción errónea del desarrollo y del aprendizaje. Y de una dificultad para reconocer que el éxito y el fracaso son construcciones sociales. De ahí la urgencia por analizar juntos, de manera crítica, los mecanismos de diferenciación y jerarquización social; de (hacer) comprender las violencias de clase que operan tanto en la Escuela como en todas las instituciones, las cuales favorecen la reproducción de las desigualdades.
– La concepción explicativa de la transmisión de los saberes, que pone en manos de la inteligencia del maestro la tarea de llenar el espacio que separa al ignorante del saber: da validez y refuerza la desigualdad concebida como una evidencia; provoca la renuncia de los dominados a los saberes que piensan inalcanzables.
Por el contrario, debemos apostar por la investigación y la inventiva pedagógica para crear una fraternidad productora de emancipación; por la inteligencia colectiva entre los que aprenden y todos los actores de la Escuela; por la solidaridad en el corazón mismo del acto de aprender; por la capacidad de los que enseñan para poner en práctica dispositivos que permitan a cada cual tener éxito junto con los otros.
– El «saber ser», nueva imagen de la normalización. Amolda al que aprende a un alumno idealizado, puntual por naturaleza, asíduo, implicado, participando espontáneamente en la vida del centro y «con suerte» ¡desprovisto de todo espíritu crítico!
Frente a ello, queremos construir un espacio de pensamiento y de acción en el que del plantearse preguntas surja la sorpresa, la curiosidad y el placer de aprender con los otros. La construcción de sentido es el motor de todo aprendizaje y vector de emancipación individual y colectiva.
– La convicción de que la competencia es fuente de motivación, que incita al aprendizaje, que justifica los esfuerzos y sacrificios, separando placer y trabajo.
Lejos de cualquier deseo de estandarización queremos, gracias a la cooperación, reunir placer y trabajo, favorecer los hallazgos, tener en cuenta la experiencia de cada cual, cultivar la empatía.
– El sistema de selección que, orientando las actividades de los alumnos hacia la obtención de buenas notas antes que hacia la adquisición y consolidación de los saberes, pone en competición a los que aprenden y lleva a puntos muertos, tanto a los alumnos que proceden de los entornos más populares como a la democracia.
Es apremiante ya distinguir control y evaluación. Volver a pensar la evaluación, entendida como construcción de sentido, a partir del análisis de los caminos andados y los que están por andar; despertar el espíritu crítico; crear situaciones de aprendizaje que permitan a los docentes, padres y alumnos constatar el poder formativo del trabajo hecho en un clima de confianza y sin miedo a ser juzgados; apreciar y favorecer los esfuerzos de los que aprenden.
Es urgente ahora, con la fuerza de estas tomas de conciencia y convicciones, transformar nuestras constataciones y nuestras propuestas en actos.
Ambición para la Escuela
Utopía en actos
Necesitamos, para todos, una Escuela ambiciosa, la Escuela de la inteligencia y de la igualdad.
Una Escuela de lo razonable y del realismo: llamamiento a la razón frente al desastre humano actual, llamamiento al realismo para enfrentar los saberes y prácticas en los que apoyarse para hacerla real, contando también con las fuerzas que ya se expresan y sólo piden implicarse aún más en esta utopía común, tanto en lo que se refiere a los aprendizajes como a la construcción ciudadana.
Una Escuela que aliente y promueva la curiosidad, el humor, lo insólito, los encuentros imprevistos, la creación, el empujón intelectual, la perturbación generadora de nuevos descubrimientos que garantice la seguridad para sobrepasar el miedo, aceptar lo difuso, la incertidumbre más que los dogmas; y construir el deseo de aprender, siempre, de hacerse preguntas, de confrontarlas a las de los demás, de resistir a las dominaciones.
Una Escuela que proponga retos, problemas que resolver, dificultades que superar: lo que merece que uno movilice la energía, la inteligencia y la humanidad, porque el esfuerzo es entonces promesa de puertas que se abren, de superaciones inesperadas, de ciencias renovadas, de habilidades ignoradas, de aventuras insospechadas, de emancipación adivinada.
Una Escuela que no jerarquice los objetos que enseña, que niegue el cisma entre lo manual y lo intelectual y sepa, al contrario, poner de relieve, en cada práctica, el pensamiento humano actuando. Una Escuela que no esterilice los saberes en nombre de una supuesta neutralidad, sino que alumbre a los estudiantes acerca de la naturaleza polémica de toda ruptura en el ámbito del pensamiento y del saber.
Una Escuela del saber compartido, de la alegría de aprender y de construir juntos, de incorporarse a la aventura de los que nos precedieron, hacerse un lugar en lo que viene, el mundo que juntos transformamos y construimos.
Una Escuela del Todos capaces que postula e instaura la excelencia de cada cual, por medio de la cooperación, la ayuda mutua y la exigencia. Una Escuela de la igualdad, no de palabras sino de hecho.
Construir esta Escuela ambiciosa, de la inteligencia y de la igualdad, es responsabilidad nuestra.
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